Higos de pala
Fue el 2 de agosto de 1990 cuando empezó la operación tormenta del desierto, batalla que dio inicio a lo que luego se conoció como la guerra
del golfo y que, unos años más tarde, daría lugar a la invasión definitiva de
Irak y al derrocamiento del sátrapa Saddam Hussein.
En circunstancias
normales no le hubiera dado importancia pues desde España hay más de 4000Km que
nos separa de ese otro mundo. No obstante en ese momento me encontraba en
Israel y la distancia que nos separaba del centro del conflicto no era más de
900Km, recorrido superable sin problemas por cualquiera de los misiles de
alcance medio con que el ejercito Irakí contaba. Israel no es un país rodeado
de amigos salvo algunos que sí lo son de modo encubierto, como es el caso de
Jordania y ciertos sectores sociales del Líbano o Egipto. Por entonces Irak
declaró la guerra a Israel como extensión de lo que consideraban la agresión
americana y occidental.
Allí me encontraba
yo en un Kibutz situado al borde de la franja de Gaza, y tenía lugar la primera
Intifada, pero se podía entrar en zonas como Beit Hanun siempre que se fuera
bien acompañado y guiado de alguien local y conocido. Kibutz Nir Ham era (y es)
una granja colectiva, que es lo que es un Kibutz, basada en una concepción
socialista y tenía la particularidad de concentrar a muchos emigrantes judíos sudamericanos
y en particular de Argentina y Uruguay. No era extraño escuchar el Español, y
tuve la fortuna de ser recibido por una familia que me ayudó a incorporarme al
Kibutz de forma muy amable. Los Kibutz tenían voluntarios de muy diversas
procedencias, que iban a trabajar allí en tareas que les eran asignadas: desde
la gestión de diversas áreas (cocinas, supermercado, etc.) hasta otras
actividades que eran la fuente de ingresos de la comunidad. En mi caso
trabajaba en una granja de gallinas ponedoras, lo que me hizo reflexionar sobre
muchas actitudes del ser humano… y sentirme cómodo como en un mitin. Hasta 4000
gallinas si mal no recuerdo que alegres me recibían todas las mañanas sin olvidar
a los machos alfa que espolón en ristre se tiraban contra mis pantorrillas,
dejando marcas de guerra. Todavía recuerdo a alguno de esos cabrones.
Al cabo de dos meses
allí, el 2 de agosto de 1990, se rompió el equilibrio y armonía que existían en
el Kibutz y mi status en la comunidad noté que cambió radicalmente. El aviso
del inicio de la guerra del golfo motivó las llamadas rápidas de las embajadas
de cada país ofreciendo la repatriación de los voluntarios que allí nos
hallábamos: estadounidenses, holandeses, franceses, británicos, sudafricanos,
brasileños, muchos alemanes… y un español. Creo que junto con el brasileño fui
el único que no fue contactado por su embajada pero, aún así, en el kibutz me
lo preguntaron: “¿qué piensas hacer?
Si quieres marcharte podemos ayudarte y gestionar un vuelo de vuelta”.
El caso es que se
mezclaron varias cosas. La curiosidad de estar viviendo un momento especial, el
cabreo de pensar que muchos de aquellos que entonces eran mis amigos se
hallaban en un trance y (para que vamos a negarlo) las hormonas de mediados de
adolescencia que, todas juntas y en verano, no le dejan a uno pensar y volatilizan
la sensatez. El caso es que dije que me quedaba, previa consulta con mis padres
que (como siempre) no solo no me han impedido, sino que han apoyado mis
iniciativas… por descabelladas que fueran algunas.
La reacción de mi
entorno no se hizo esperar. La vinculación con ellos, lo que allí ocurría y sus
sentimientos adquirieron otra dimensión. Muchos de los nativos que apenas me conocían
empezaron a saludarme, asistí a fiestas privadas de la comunidad… pero lo que
fue más importante, me dí cuenta de la verdad de un dicho que un Palestino de
los que trabajaban en el Kibutz me
dijo: “los judíos son como los higos de pala, pinchos por fuera, dulces por
dentro”.
Sin embargo una vez
tras una fiesta y en compañía de una representante del sexo contrario, comenté que
me gustaría volver algún día por allí “tal vez el año que viene” añadí
envalentonado mirando a los ojos verdes. Su respuesta me dejó sentado: “el año
que viene puede que ya no estemos aquí”.
En ese momento sentí
el peso de un pueblo y unas personas que deben de vivir un agobiante presente
pero, aún así, no dejan de abrirse un hueco de futuro, aunque sea a codazos y
reclaman (tras más de dos mil años de tragedia) el derecho a despertarse un
lunes sin el temor de saber si verán un viernes. Entendí que del mismo modo que
ellos ven la vida y la disfrutan, y consideran el trabajo una bendición, debía
yo centrar mi propia vida pues “no sé donde estaré la semana que viene”. Era la
fuerza del momento en mitad del desierto y el mazazo de una frase, contundente
y clara, de alguien que esta en contacto con la tierra, una observación que
venía de detrás de unos ojos verdes.
Mis gallinas me enseñaron,
Avner me enseñó, Betty también, Guiora, Limor… y los ojos verdes me enseñaron.
Y finalmente, un día, al pie del autobús que me llevaba de vuelta a mi patria,
me regalaron una bandera que todavía guardo como oro en paño “por compartir
estos momentos de soledad con nosotros”. Lloré y ellos lloraron.
Siempre, en los
momentos duros, y tan habituales en las actuales circunstancias, me acuerdo de
ellos. De las lecciones que aprendí y como somos el presente, lo que ocurre
ahora pero sin perder la referencia de adonde vamos, pues “no sabemos si
estaremos aquí el año que viene”.
Cojo la bandera del
fondo del cajón y la miro.
Gracias por todo.
Comentarios
Rodrigo