Silencio en clave de Sol
Todos rieron mucho las gracias
del nieto que, para hacer rabiar a la abuela, dijo que iba a visitar a una
antigua novia. Pero la abuela calló. Retumbó el silencio de la madre que
consiente, pues sabe y deja hacer.
Pedro Julián cogió el tren
rodeado de paisanos que iban a hacer gestiones en Murcia, y estudiantes a los
que se les habían pegado las sábanas. Llegó a la estación de tren y se encaminó
a pie hacia casa de Don Gabriel. Hacía días que había avisado de su vista pues
sabía que Don Gabriel no era hombre de sorpresas, a pesar de que siempre
recibía cordialmente a cualquiera que por su casa se acercara. Eran reglas de
cortesía para aquellos que habían hecho su vida en el campo y básicas para la convivencia.
Se había vestido elegante con su
traje de chaqueta gris perla, chaleco y la corbata azul que le había regalado
su hija en su boda. La corbata tenía ya “bolicas” como decía su mujer, pero
para él significaba un mundo además de que era de lana lo que (a todos los
efectos) venía a ser como una bufanda.
Era pronto por la mañana. A Pedro
Julián le gustaba hacer las cosas importantes a primera hora, particularmente
si era invierno, pues “el frío en la cara de la mañana te hace sentirte vivo”. Otra
más de las cosas que conservaba de cuando trabajaba en el campo: el gusto por
disfrutar las primeras horas del día y vivir con el sol. La tierra era su vida
y en ella había hecho de todo: desde el esparto, en aquel tiempo en que se
recogía tirando de la mata con una cadena de bicicleta, la almendra, cebada,
criado caballos… pero lo que tenía (mejor que nadie) era un famoso brazo para
las migas. Pedro Julián sabía dejarlas “ruleras”, que “corrieran vivas por el
plato”.
Se paró a la altura del puente de
“los peligros” y sacó un cigarrillo que encendió con aquel mechero de yesca que
nunca fallaba así soplara el viento. Unos minutos para sí mismo y pensar, en un
lugar donde el espacio deja que el viento sople libremente sin ser interrumpido
por vericuetos, calles y laberintos de ladrillo y mortero.
Siguió andando hacia casa de Don Gabriel
a la que llegó saludando cortésmente el portero de la finca, que le dijo que
(efectivamente) le esperaban. Subió por las escaleras. Era un segundo piso
pero, aunque hubiera sido un quinto, no gustaba de los ascensores: “no salí del
vientre de mi madre para meterme en el de una máquina”.
Llamó a la puerta y enseguida
abrió Doña Isabel. Como siempre cortés, con esa mirada clara, atenta y
profunda, femenina que veía más allá
de las palabras; atendiendo a los gestos, las dudas, las aserciones
soportadas por la mirada directa y aquellas que se hacían huidizamente mirando
a otro lugar.
Le invitó a pasar y acompañó al
cuarto de estar, donde Don Gabriel se levantó del sofá para recibirle con
alegría y un caluroso abrazo. Se sentaron e iniciaron una conversación, en los
términos y tiempos de aquellos que han compartido muchas horas en la tierra. La
caza, la siega, el tiempo, la familia… ¿y los nietos? Tu mujer ¿qué tal?. Pero
siempre pausado, midiendo las palabras y donde cada expresión, oral, facial,
gestual, son descriptivas y donde (una vez más) los silencios son parte de la
partitura musical, pues en el campo las relaciones son una overtura de gran
riqueza.
En un momento Pedro Julián miró a
Don Gabriel. Don Gabriel apreció que la conversación anterior era el preludio
de algo importante, y la mirada de Pedro Julián así lo atestiguaba. Se conocían
demasiado y demasiado bien:
“Don Gabriel, he venido a verle para despedirme porque me voy a morir”
Don Gabriel le miró de hito en
hito pero le contestó con calma:
“¿Estas seguro Pedro? ¿Porqué lo sabes?”
“Antes le dije que había tenido pinchazos en el pecho…”
“Ya Pedro, pero me has dicho antes que el médico te había dicho que estabas bien ¿no?”
“Si, Don Gabriel… pero los médicos saben de las cosas del día a día y no de aquellas que de verdad importan. Sé que moriré pronto y quería decirle que ha sido un honor el poder trabajar con usted y haberle conocido”
“Pero ¿lo sabe tu mujer?”
“Es la única que lo sabe… y usted”
Don Gabriel calló. Aquellos que
han vivido y dejado su vida en el campo, están en contacto mas que nadie con la
tierra. De ella viven, sobre ella lloran y ríen, gracias a ella comen y saben
que deben estarle agradecidos como a la madre, pues algún día volverán a su
seno. Han visto nacer y morir en ella demasiadas veces para dotar, al hecho de
morir, de ningún halo de misticismo o ponerle colores demasiado intensos.
No hacía falta más explicaciones,
detalles ni intentar matizar algo que era evidente. Pedro Julián, como la
tierra y los animales con los que había convivido, sabía que su ciclo se
terminaba. Punto.
Marchó de vuelta a Lorca con su
familia a celebrar las navidades y disfrutar viendo como recogían los regalos
sus nietos, que eran el final de su ciclo.
Pedro Julián murió dos semanas
después de un infarto, mientras fumaba un cigarrillo, sentado sobre una mata de
esparto “para que no se le enfríe a uno la trasera” con su mechero de yesca en
la mano.
NOTA: Historia verídica en la que se han cambiado los nombres por aquello del anonimato.
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