Silencio en clave de Sol

Pedro Julián llegó a la estación de tren en un día con esa luz que solo la ciudad del sol tiene en invierno. Su hijo le acompañó a la estación sin llegar a entender que tripa se la había roto a su padre con esa necesidad de acercarse a Murcia un 28 de diciembre. Estando como estaba su casa patas arriba con las celebraciones de navidad, todos los invitados que tenían a las diversas cenas y la preparación de los próximos días de reyes, era raro que repentinamente decidiera marcharse a la capital.

Todos rieron mucho las gracias del nieto que, para hacer rabiar a la abuela, dijo que iba a visitar a una antigua novia. Pero la abuela calló. Retumbó el silencio de la madre que consiente, pues sabe y deja hacer. 

Pedro Julián cogió el tren rodeado de paisanos que iban a hacer gestiones en Murcia, y estudiantes a los que se les habían pegado las sábanas. Llegó a la estación de tren y se encaminó a pie hacia casa de Don Gabriel. Hacía días que había avisado de su vista pues sabía que Don Gabriel no era hombre de sorpresas, a pesar de que siempre recibía cordialmente a cualquiera que por su casa se acercara. Eran reglas de cortesía para aquellos que habían hecho su vida en el campo y básicas para la convivencia.

Se había vestido elegante con su traje de chaqueta gris perla, chaleco y la corbata azul que le había regalado su hija en su boda. La corbata tenía ya “bolicas” como decía su mujer, pero para él significaba un mundo además de que era de lana lo que (a todos los efectos) venía a ser como una bufanda.

Era pronto por la mañana. A Pedro Julián le gustaba hacer las cosas importantes a primera hora, particularmente si era invierno, pues “el frío en la cara de la mañana te hace sentirte vivo”. Otra más de las cosas que conservaba de cuando trabajaba en el campo: el gusto por disfrutar las primeras horas del día y vivir con el sol. La tierra era su vida y en ella había hecho de todo: desde el esparto, en aquel tiempo en que se recogía tirando de la mata con una cadena de bicicleta, la almendra, cebada, criado caballos… pero lo que tenía (mejor que nadie) era un famoso brazo para las migas. Pedro Julián sabía dejarlas “ruleras”, que “corrieran vivas por el plato”.

Se paró a la altura del puente de “los peligros” y sacó un cigarrillo que encendió con aquel mechero de yesca que nunca fallaba así soplara el viento. Unos minutos para sí mismo y pensar, en un lugar donde el espacio deja que el viento sople libremente sin ser interrumpido por vericuetos, calles y laberintos de ladrillo y mortero.

Siguió andando hacia casa de Don Gabriel a la que llegó saludando cortésmente el portero de la finca, que le dijo que (efectivamente) le esperaban. Subió por las escaleras. Era un segundo piso pero, aunque hubiera sido un quinto, no gustaba de los ascensores: “no salí del vientre de mi madre para meterme en el de una máquina”.

Llamó a la puerta y enseguida abrió Doña Isabel. Como siempre cortés, con esa mirada clara, atenta y profunda, femenina que veía más allá  de las palabras; atendiendo a los gestos, las dudas, las aserciones soportadas por la mirada directa y aquellas que se hacían huidizamente mirando a otro lugar.

Le invitó a pasar y acompañó al cuarto de estar, donde Don Gabriel se levantó del sofá para recibirle con alegría y un caluroso abrazo. Se sentaron e iniciaron una conversación, en los términos y tiempos de aquellos que han compartido muchas horas en la tierra. La caza, la siega, el tiempo, la familia… ¿y los nietos? Tu mujer ¿qué tal?. Pero siempre pausado, midiendo las palabras y donde cada expresión, oral, facial, gestual, son descriptivas y donde (una vez más) los silencios son parte de la partitura musical, pues en el campo las relaciones son una overtura de gran riqueza.

En un momento Pedro Julián miró a Don Gabriel. Don Gabriel apreció que la conversación anterior era el preludio de algo importante, y la mirada de Pedro Julián así lo atestiguaba. Se conocían demasiado y demasiado bien:

“Don Gabriel, he venido a verle para despedirme porque me voy a morir”

Don Gabriel le miró de hito en hito pero le contestó con calma:

“¿Estas seguro Pedro? ¿Porqué lo sabes?”

“Antes le dije que había tenido pinchazos en el pecho…”

“Ya Pedro, pero me has dicho antes que el médico te había dicho que estabas bien ¿no?”

“Si, Don Gabriel… pero los médicos saben de las cosas del día a día y no de aquellas que de verdad importan. Sé que moriré pronto y quería decirle que ha sido un honor el poder trabajar con usted y haberle conocido”

“Pero ¿lo sabe tu mujer?”

“Es la única que lo sabe… y usted”

Don Gabriel calló. Aquellos que han vivido y dejado su vida en el campo, están en contacto mas que nadie con la tierra. De ella viven, sobre ella lloran y ríen, gracias a ella comen y saben que deben estarle agradecidos como a la madre, pues algún día volverán a su seno. Han visto nacer y morir en ella demasiadas veces para dotar, al hecho de morir, de ningún halo de misticismo o ponerle colores demasiado intensos. 

No hacía falta más explicaciones, detalles ni intentar matizar algo que era evidente. Pedro Julián, como la tierra y los animales con los que había convivido, sabía que su ciclo se terminaba. Punto.

Marchó de vuelta a Lorca con su familia a celebrar las navidades y disfrutar viendo como recogían los regalos sus nietos, que eran el final de su ciclo.

Pedro Julián murió dos semanas después de un infarto, mientras fumaba un cigarrillo, sentado sobre una mata de esparto “para que no se le enfríe a uno la trasera” con su mechero de yesca en la mano.

NOTA: Historia verídica en la que se han cambiado los nombres por aquello del anonimato.

Comentarios

Unknown ha dicho que…
Precioso...
Prandez ha dicho que…
impresionante historia Pepe. gracias por compartirla con nosotros. Es una maravilla.

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