4000 ponedoras no pueden estar equivocadas
Hacía
más o menos un mes que había llegado a Israel… también conocida como tierra
santa. Las jornadas de trabajo en el Kibbutz eran largas e intensas, y la
actividad frenética. Sin duda las 4000 y pico trabajadoras de la zona donde yo
realizaba mi actividad eran sumamente exigentes con el horario, y difíciles de
satisfacer.
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Fue
una época feliz en la que uno tiene la edad suficiente para determinar el
siguiente paso que va a dar, pero con la libertad de saberse libre como único
beneficiario o sufridor de los
resultados.
Un
día bajé del autobús, no recuerdo en qué parte de Beersheva, una ciudad del sur
de Israel y puerta del desierto antes de cruzar todo el Negev, gran planicie
árida que termina en la ciudad balneario de Eilat. Había quedado con un hermano
mío que por entonces vivía allí y recuerdo que me había dicho:
“si llego tarde, espérame por la estación y te recojo”
Eso
en su lenguaje significaba: llegaré tarde.
Recuerdo
que me acerqué por una bar de la zona de esos que sirven una café turco que
tienes que dejar que se posen, pues los puedes cortar con un cuchillo. Me
acerqué a la barra y en un rudimentario inglés me dirigí al que parecía el
dueño. Tenía un cabello largo y blanco que caía a media melena, como la de los maceros
de semana santa pero cuidado y limpio. Llevaba unas gafas de las que llamamos
“de culo de vaso”. Dos piezas de vidrio que agrandaban sus ojos azules que
miraban con gran viveza.
Recuerdo
que pedí una Coca-Cola y divertido él me preguntó mi nacionalidad. Le contesté
en hebreo que “Español” es decir: Sefardí.
Sonrió
no sé si por mi arrojo o porque en Israel, por regla general, el hecho de venir
de España es un plus. Siempre hay una sonrisa para los Españoles pues ellos no
olvidan, pero nosotros sí, que una vez fueron parte de esta tierra. En ella
vivieron, amaron, se casaron y tuvieron descendencia durante más de mil años.
Moshe,
que así se llamaba el dueño y anfitrión, comenzó a servirme la Coca-cola que le
había pedido mientras me recitaba palabras en castellano antiguo y recordaba
como su madre le cantaba poemas de las mil y una canciones del romancero que los Sefardíes
conservaban de su paso por España.
En
un momento dado Moshe se agachó detrás de la barra y llenó una caja con hielo y
la posó encima de la barra de su bar. En ese instante se paró el mundo para mí
ante algo que, como un golpe ensordecedor, me hizo salir del lugar en el que
estaba. Miré su brazo y allí estaba tatuados una hilera de números. A la altura
de su antebrazo izquierdo se leían una numeración, que ahora no recuerdo, tatuados de modo burdo junto con un símbolo triangular.
Me
quedé sin habla mientras observaba, cosa que debió resultar evidente para Moshe
porque me miró directamente y sonrió:
“al menos estas marcas se ven. Las peores son las que se llevan por dentro”
Dejó
la caja de hielo y desapareció al fondo de la tienda por una rodaja de limón
que me había prometido.
Dicen
que hay momentos en los que uno, en mitad de un lugar publico, no solo
experimenta el llamado “efecto túnel” sino que cae por uno profundo hasta
encontrarse en el fondo oscuro y silencioso. Desaparecen los detalles, la
música, el ruido del bar… que además era infernal con un partido de fútbol en
la televisión y una caterva de trabajadores hebreos y palestinos que remataban
una Goldstar y un último pitillo antes de subir al autobús.
Moshe
volvió a salir del interior del bar y debió de notar mi estupor que no había
cambiado. Quise hacerle muchas cuestiones, pero son esos momento de duda en los
que no sabes si lo correcto es preguntar, o no hacerlo. Me miró con sus
vivarachos ojos azules y note un humor a prueba de cualquier sufrimiento. Una
sonrisa sincera sin marca de arrepentimiento, profunda, universal y ausente de
juicios. En Español me dijo:
“mira amigo, lo que es importante no es ni como mueres ni porque mueres, sino por qué vives. Porque la razón de continuar hacia adelante es la esperanza. Es el tener un horizonte hacia el que caminas. Para nosotros era saber que algún día aquello tendría un final”
Moshe
me miró y me dijo:
“¿Se te comió la lengua el gato?”
Por
aquello de no parecer estúpido, cosa que evidenciaba mi expresión, le contesté que
había sido testigo de muchas historias de la guerra, contadas por mi propio
padre como testigo en primera persona. Pero que aquello superaba el horror.
Él
me dijo que lo peor no era el odio, ni la crueldad siquiera “pues estas son
barreras para ocultar el propio miedo” –continuó- “lo peor era la
indiferencia”.
La
indiferencia.
La
misma que Elie Wiesel, otro judío sobreviviente del campo de Buchenwald, citó
también:
“Lo opuesto al amor, no es el odio, es la indiferencia. Lo opuesto al arte no es la fealdad, sino la indiferencia. Lo opuesto a la fe no es la herejía, sino la indiferencia. Del mismo modo lo contrario de la vida no es la muerte, sino la indiferencia”
La indiferencia, como también dijo él, es como la libertad, una opción personal e inalienable y están íntimamente relacionadas.
Dos
días después entré por la puerta del gallinero. 800 ponedoras me recibieron con
un canto multitimbrico, ruidos y olores de putrefacción… y muchas miradas
vacías. Sin vida. Miradas de indiferencia.
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