Patria y ROI

Acababa de entrar el nuevo reemplazo. Eso significaba más o menos mil marineros y pico nuevos a repartir entre seis brigadas. Cada una de ellas tenía el nombre de un almirante de prestigio de la armada, Blas de Lezo, Álvaro de Bazán, etc.

Llegaban de muy diversos lugares de España, y a Cartagena en particular de la costa de levante y Cataluña. Otros, los menos, del centro de la península. Los del norte eran una rareza, por no hablar de los Canarios.

El servicio militar era (como entonces se decía) “ocio sin descanso”. Para muchos era la primera vez que abandonaban el hogar paterno o incluso que salían del pueblo, de modo que pasaban de ser el centro de atención de la madre, a desaparecer en una masa convulsa, muerta de miedo y sin nombre, con un número pegado en el pecho. Eran, el primer día, pelados al cero, desposeídos de su condición de civil, vestidos con un uniforme dos tallas más grande o pequeño, y empujados dentro de una disciplina común destinada a hacer de ellos una tropa compacta y obediente.


Como cabo de instrucción que era, mi función más allá de lo meramente administrativo, era el procurar el bienestar de los marineros, comúnmente conocidos como “peludos”, pues así se llamaba a los novatos. El bienestar significaba intentar algo tan simple como que todos se ducharan todas las noches, pues doscientos cincuenta hombres juntos en unos dormitorios comunes precisan de higiene diaria y a conciencia. Bienestar era también que no dejaran comida dentro de las taquillas, pues comida era igual a ratas. Pero, sobre todo, debíamos observar. Observar con cuidado a la masa, localizar a los chulos, los traficantes, los rebotados, pero también a aquellos que quedaban detrás del grupo, en silencio.

Como me explicó en los cursos de instrucción y mando un Brigada contramaestre muy espabilado y con la cara picada de viruelas:

“a los rebotados llévatelos a tu terreno y si les motivas, tendrás ayudantes de lujo. Ojo con los callados que están en la parte de atrás, los de la mirada perdida. Esos están en su mundo, y el mundo de cada uno puede ser mucho más confuso que el real”

Uno de estos de la mirada perdida había entrado con el nuevo reemplazo. Venía de un pueblo de León, donde mantenía un rebaño de doscientas ovejas. Era alto, de modo que en la formación solíamos colocarle en las primeras filas, aunque no el primero porque era incapaz de sincronizar el movimiento de brazos y piernas. De modo que le tapábamos para que el sargento hiciera la vista gorda.

Una tarde de sábado me encontraba en la sala común, cuando Adrián (que así se llamaba el “peludo”) se puso en la puerta. Llamó con respeto y dijo las palabras reglamentarias:

“¿Da usted su permiso mi cabo”?

Reconocí su voz por el deje Leonés al hablar que me recordaba a los gallegos. Le dije que pasara y por su mirada noté que algo no andaba bien y le pregunté que deseaba.

Me miró fijamente y empezó a hablarme como hacen los del campo. Pausadamente, sopesando cada palabra, midiendo cada frase sin la prisa del asfalto que obliga a condensar mucho en poco tiempo.

“Mire mi Cabo. Se lo digo a usted porque me parece que lo va a entender. Esto es muy grande para mí” 
Me quedé perplejo. El objetivo de todo lo que hacíamos era convertir a un grupo de jóvenes de todo oficio y condición no en una maquina de matar porque eso es para las películas, sino en un grupo que se levantara a la misma hora, comieran con educación y buenas maneras, cumplieran con su obligación y se fueran a la cama después de haberse lavado intensa y correctamente. Nada más. Si todos llegaban sanos y salvos al final del período de instrucción nos dábamos por contentos.

Allí me encontraba con un pastor de León que miraba a los ojos esperando una respuesta al sentido de todo aquello. “Hay que joderse” –pensé- “el filósofo del Bierzo

¿A qué se refiere? (pregunté) …aunque esta pregunta estaba destinada a ganar tiempo con el fin de poder dar una respuesta adecuada.

“Me refiero a qué ustedes ya son parte de esto. Se han adaptado y son parte de la masa del pan. Pero yo no puedo mi Cabo, y se lo digo con todo el respeto porque usted mira a los ojos”

Por entonces no sabíamos los nombres de los doscientos cincuenta marineros, de modo que miré el número de su pecho y le pregunté:

“Dígame seis mil cuarenta y tres ¿cuál es su nombre?”

Me miro cándidamente y me contestó:

“Mi nombre es Adrián. Y mire que lo siento, pero me tengo que marchar de aquí”

Lo lacónico de su respuesta no era tan contundente como su mirada que mostraba determinación.

Mi silencio sorprendido  parece que le obligó a continuar con su argumentación:

“Escuche mi cabo. Si no tiene usted ningún inconveniente yo voy al Almirante y se lo explico. Creo que soy de mucho más valor con mis ovejas y ayudando a mi padre en el campo que no aquí, con este uniforme. Y no me interprete mal. Que soy español y muy español. Pero es que veo que me piden que entregue muchas cosas a la patria y veo que esta gana mucho más conmigo haciendo mi trabajo, y criando corderos sanos y bien cebados. Con su permiso mi cabo, no le veo el retorno”.

El otro día me reí, mientras me acordaba de esta anécdota esperando en la cola de la tesorería de la Seguridad Social… no sé por qué.


Sed felices.

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