Interludio en Invierno

Era una noche fría. Tanto que había que evitar el contacto directo con el metal de los fusiles porque se le quedaba a uno la piel pegada. Se habían dado muchos casos de algunos que, de vuelta de la guardia, habían tenido que despegarse el fusil de la mano al amor de la lumbre y con síntomas de congelación evidentes.

Por eso, el alférez Urbiola, no se sorprendió de las malas caras e improperios que su patrulla soltó en cuanto supieron la noticia que les traía. Improperios e insultos los pasaba todos, menos las blasfemias. Ni él ni su tropa, ni la escuadra de falange en la que estaba encuadrada su unidad, eran “catolicarras o comesantos” y aborrecían a los tradicionalistas. Pero había cosas que le molestaban. Apreciaba el respeto de lo ajeno, fueran propiedades o personas, pero también las ideas. Eran criticables, como solía decir, pero no condenables y menos con el insulto.


Él se había curtido en la lucha obrera en Falange y posteriormente había encontrado en el verbo de Jose Antonio, la respuesta a muchas frustraciones y la muestra de un camino a seguir, aunque ese camino que pintaban era muy diferente del que ahora se encontraban. Y se encontraban con una mañana de diciembre, fría y en la que debían adentrarse en el pueblo, acercándose a las líneas enemigas lo más posible con el fin de recabar información.

Los mandos estaban nerviosos. Había demasiado silencio y eso no era un buen presagio nunca.
Repasaron el equipo y dejaron el armamento pesado, en favor de lo que podrían necesitar en combate urbano y distancias cortas: muchas granadas y tres o cuatro “naranjeros”. Como decía el Rafilla, un murciano de la zona de montaña “rafaguica y por piernas”. Para eso, los naranjeros, lo mejor.

Saltaron de la trinchera y, uno a uno, se desplegaron como les habían enseñado los instructores alemanes. Nunca juntos, sin hacer bulto que pudiera constituir un blanco fácil. Se apoyaron contra la pared de la primera casa y se adentraron con sigilo por una calle del pueblo.

Eran ya veteranos, y todos se habían asegurado que no hubiera piezas de metal que chocaran o que las cinchas de piel no crujieran, cosa que se conseguía engrasándolas con regularidad. Caminaban con los fusiles apuntando en diversas direcciones, en el sentido de la marcha, otros cubriendo la retaguardia. Los de en medio mirando tejados por si asomaba algún francotirador. Los naranjeros al principio y final, por si había que saturar de plomo una zona y ganar unos segundos que podían ser preciosos.

Todo bien coordinado hasta que el Filardi suelta:

“Anselmo ¿tu hermana no se llamaba Jimena?”
“Sí ¿por qué?”
“Porque cuando veo noches tan negras como esta, me acuerdo del color de su bigote”

El Alferez Urbiola no sabía si hizo más ruido su orden de silencio, la carcajada contenida de la patrulla o el “tu puta madre, te parto el lomo cuando volvamos” del soldado Anselmo. Les prometió un parte a la vuelta. Cuando acababa de hacerlo por la esquina se volvió otra patrulla que paró su caminar en seco y que, evidentemente, no había oído el alboroto. La gorra cuartelera, negra y roja, de uno de ellos y los chalecos de piel sin mangas de varios, no daban lugar a dudas: anarquistas y algunos de ellos extranjeros.

En menos que canta un gallo apuntaron las armas los unos contra los otros aunque, cuando todos esperaban una descarga, nada ocurrió. Las bocas amenazantes de todos los fusiles y armas de explosión que allí había, apuntaban inmisericordes con el fin de escupir muerte. El frío de la noche añadía a ello mayor tensión, haciendo los sentidos más despiertos, la espera más tensa.

Del grupo de enfrente se oyó una tos. Fuerte e irritante. El sonido percutido de ese catarro golpeaba las paredes desnudas de las casas, de las que hacía mucho tiempo que habían marchado los habitantes. No dejaba de ser una paradoja, como muchas noches pensaba Urbiola, que la vida abandonaba las ciudades con el fin de dejar sitio para que los hombres se mataran.

Una vez más la tos volvió a resonar… y una vez más la bocaza de Filardi tuvo que hablar más de la cuenta:

“¡Oye compañero! ¡Eso se cura con Cariñena!”

Las carcajadas se desataron a un lado y al otro… menos los tres del otro grupo de las brigadas internacionales que no entendían nada de lo que estaban pasando. El pueblo y la fría noche se llenaron de esa risa que solo ocurre cuando las tinieblas han pasado, y el temor de aquello que no podemos controlar, se desvanece. Una risa clara y libre de compromisos, profunda. Sin querer mirar a los ojos del de enfrente para no afrontar otra vez el destino terrible que podría haber sido.

El que parecía liderar la patrulla enemiga bajó su naranjero y se acercó a Urbiola alargándole una bota de vino. Este la cogió y bebió de ella. El caso es que la cara le sonaba.

Empezó el intercambio y negociación de artículos de diversos tipos, mientras los de los chalecos sin mangas seguían sin entender nada. Dos naranjas por media barra de pan, otro llevaba cebollas, hasta cecina de León. Unos de la FAI de Gerona llevaban incluso una gallina. En ese momento Gerardo, que así se llamaba el mando de los anarquistas, se volvió y señaló una casa al final de la calle:

“Vamos allí y celebraremos la navidad que esta cerca”

Allí marcharon y, durante las siguientes dos horas, el fantasma de la guerra huyó del pueblo vacío y las paredes volvieron a escuchar los cantos, y dejarse acariciar por el aroma de un estofado… sí, de gallina. Todo se compartió: viandas, fotos, historias y sobre todo el sueño de una cama de sábanas limpias… y una mujer que la caliente.

Con las primeras luces del alba, cada uno de los grupos se fue por su lado aunque, tras despedirse, Gerardo se volvió a Urbiola y le dijo:

“Hoy a las 12:00 agachad la cabeza. Lloverán hasta los muebles sobre vosotros. Y además…” dijo levantando el brazo y señalando una pequeña ermita que había en la salida del pueblo “allí hay un niño que esta pasando mucho frío”.

Urbiola miró a Gerardo a los ojos en un lazo que nunca se rompería. No hacía falta más. Se saludaron y Urbiola marchó hacia la ermita en cuyo interior, en un altar al fondo, yacía la figura de un niño Jesús dentro de una cuna.

El Filardi se adelantó, sacó su manta que llevaba en bandolera y recogió al niño Jesús, con la delicadeza torpe que las manos de un pastor, recias y encallecidas, pueden dar. Marcharon de prisa de vuelta a sus líneas. Donde Urbiola fue a dar el parte:

“Sin novedad mi Capitán. No hemos hallado evidencias de una actividad enemiga que confirme la proximidad de una ofensiva”
 “Gracias Alferez Urbiola… ¿Y unas canciones? Nos informaron de que en el pueblo se oyó cantar anoche. ¿Sabe usted algo de eso Urbiola?”…


NOTA: Inspirado en hechos reales



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