Confesión en tres actos - Nº 1

Todas las mañanas asomaba el hocico desde el boquete en un lateral del retablo del altar mayor de la Iglesia catedral.

Con precaución se aventuraba cuidadosamente con el fin de olfatear si alguno de sus rivales acechaba por los alrededores. Hacía un cuidadoso movimiento circular, como tantas veces había visto hacer a su padre, y a su abuelo… y a su tatarabuelo. También lo había visto hacer a su hermano pero este, en un descuido, fue a parar a manos de un servicio de limpieza. Unos desalmados que, con la excusa de trabajar en el drenaje de la Catedral, se llevaron a muchos conocidos. Llenaron de trampas altares, el coro, el órgano y hasta las catacumbas. La familia Gonzalvez, casi todos los Rodrigañez, Flick, Anabella y Luciano. Todos ellos de familias que durante generaciones había vivido en la Catedral, sin perjudicar al lugar ni a los que la visitaban. Bueno, un mordisco a un manuscrito o un códice, o el asalto al armario de las obleas sin consagrar, eran pequeñas cosas que a veces ocurrían. Se reían todos recordado también al abuelo de los Anabella que tenía cierta debilidad por el vino de misa y más de una vez casi les cuesta un disgusto. Pero nada más serio que eso, lo que para unos ratones era todo un logro. Pues Norberto era eso: un ratón. Pero no un ratón cualquiera.

Norberto
Norberto se crió entre Misas de funeral, de corpore in sepulto, bodas, bautizos, comuniones… estas eran las que le gustaban más. Muchos niños, muchas familias, ruidos y posibilidades de comer los restos que madres e hijos dejaban caer durante la larga espera, y más si eran comuniones compartidas. Las bodas gitanas eran también del agrado de todos los roedores que poblaban la iglesia, pues volaban las peladillas... nada del arroz seco que, cierto es, te arreglaba el estómago cuando muchas cosas faltaban.

A Norberto le encantaba la música de órgano y escucharla desde la capilla de la familia Maldonado. Una capilla acogedora, pues siempre tenía flores frescas y en la que a ambos lados colgaban estandartes de antiguas gestas de caballerías que cubrían las frías y limpias paredes de sillería. Todo ello la hacía más calurosa, lo que en las tardes de invierno era de agradecer. El sonido además llegaba claro al estar al fondo del abside y, cuando los juegos de trompeta tocaban, entonces hasta los bancos saltaban con la música contundente y majestuosa.

Norberto asomó el hocico desde el agujero en el retablo y miró a ambos lados, apresurándose a salir con sus cuatro patas por el lateral del altar, pasando por debajo del pequeño oratorio del Conde San Julián y marchando raudo hasta el centro de la nave. Allí recorrió los reclinatorios y bancadas, aunque su objetivo era andar hasta el que había más cercano a la hornacina donde estaba el sagrario. Allí siempre quedaban restos de las obleas que se caían del plato después de la comunión… sí, en este caso consagradas, pero ¿a quién le podía importar unas pequeños trozos de oblea bendita? ¿no eran también los ratones criaturas de dios?

Sus pequeñas patas cogían cada vez más velocidad hasta que, repentinamente, su sentido del oído le hizo parar en seco. Sus músculos se tensaron y afinó el hocico con el fin de lograr la información olfativa que complementara la de sus oídos. Un murmullo le indicó que había actividad al fondo de la Catedral, detrás del coro.

Si había algo que Norberto no podía resistir, más que las obleas, más que los restos del vino de misa, más que los chuscos del bocadillo del monaguillo, más que deslizarse resbalando por las grandes estalactitas de cera que caían derretidas del candelabro de cuaresma, mucho más… su secreto inconfesable y profundo, era escuchar los desahogos y alivios escondido bajo el cajón del  confesionario.

Los confesionarios tenían un asiento hueco sobre el que el sacerdote se sentaba a esperar que los arrepentidos hincaran la rodilla y un “ave María purísima” diera comienzo a la revelación. Era un secreto que su padre, de haberlo sabido, le hubiera corregido severamente. Su padre siempre le insistió:

“Norberto, es importante mantener la relación con los dueños de esta Catedral en sus justos términos. Ellos nos intentan expulsar con poco ahínco, y nosotros la mantenemos limpia de cucarachas y otros bichos malignos”

Pero ¿hacía daño a nadie poniendo la orejilla de vez en cuando a lo que se cocía en los confesionarios? Él pensaba que en absoluto.

También es cierto que cada confesión era un mundo. Las de Doña Gabriela eran monótonas, siempre el mismo pecado “hoy comí un pastelito de más… y encima de los que tienen azúcar por encima”. Doña Paquita, la de la frutería, siempre venía con chismes de su nuera. Nunca había tragado que aquella arpía le hubiera sacado a su pequeñín de casa. Y Doña Gertrudis… no tenía precio. Doña Gertrudis se sentaba siempre en el banco debajo del Ayuntamiento a primera hora de la mañana, para ver como el cuerpo de policía municipal se subían en las motos con esas largas botas de montar… y esos pantalones ajustados. Allí hacía como que disfrutaba de la salida del sol y del fresco ambiente de la mañana, mientras su imaginación volaba, hasta luego ser aterrizada frente al confesionario.

Había también confesiones masculinas. Menos desarrolladas, sin tanto detalle y la mayoría muy aburridas. Salvo las de Don Luis. Una pena que a su edad fuera imposible que finalizara la excursión que había iniciado hacía décadas hacia su lado femenino. Se compadecía de él por lo que sufría, y la infelicidad que hacía padecer a otros. Es posible que ese lado femenino fuera el que le hiciera explayarse en detalles, describiendo lugares, colores, tonos de voz, gestos y hasta el papel de las paredes.

Aquella mañana era diferente. A esas horas tan tempranas no solía haber nadie que entrara a confesarse. Ni siquiera Doña Gertrudis. El sacristán abría la catedral a las 07:00, a las 07:15 llegaba el deán y ambos preparaban la misa de las 08:00. Este último atendía a Doña Gertrudis, antes del oficio, y ambos caminaban hacia la Sacristía, donde ella solía ayudar en alguna tarea. 

Las 07:15 y allí había una señora que no paraba de repetir “Ave María purísima” sin obtener respuesta, pues dentro del confesionario no había nadie.

Por el movimiento que Norberto escuchaba, el penitente se movía impaciente. De repente Norberto sintió un profundo picor en el hocico, producto probablemente del polvo que debajo del asiento se acumulaba… y tosió. Tosió con un gran estruendo. Un sonido que retumbó en la caja acústica que el asiento hueco del confesionario producía, y que las amplias naves de la iglesia amplificaron. Norberto dio un salto sorprendido por su propio estornudo, a lo que el penitente respondió: “Ave María purísima”.

Norberto se sorprendió a sí mismo respondiendo:

“Sin pecado concebida”

No podía creer que aquel sonido hubiera salido de su boca. El vacío existente dentro del asiento del sacerdote amplificaba el sonido como si fuera la caja de resonancia de una guitarra, e incluso lo hacía más grave. Sonaba tal cual una persona normal.


FIN DEL ACTO Nº 1

Comentarios

Ramón Climent ha dicho que…
Bonito y simplemente delicioso !

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